Cuando las etiquetas nos dividen


De niño viví frente a un parque cuyas dos calles que se ubicaban frente a frente tenían una rivalidad a muerte. Esa disputa se notaba en los partidos de fútbol que ambos bandos jugaban en la polvorienta e improvisada canchita de fútbol que estaba en medio del pampón que le decíamos parque (eso decía el plano de la urbanización).

Sin embargo, no era el único lugar donde se competía, también realizamos “guerritas” improvisadas entre los materiales de construcción que los vecinos colocan frente a sus casas. En dichos enfrentamientos bélicos nos lanzábamos pedazos de barro, ramas, chapitas de cerveza, y siempre había el prospecto de futuro pandillero que lanzaba piedras, aunque era reprendido por los mayores debido a lo peligroso que podía ser un impacto de esa “munición no autorizada”, como si todo lo demás fueran pétalos de rosa.

En medio de las trifulcas de fin de la tarde surgió la denominación de peruanos vs chilenos, por supuesto que para mí barrio nosotros éramos los peruanos, es decir los buenos, y los chilenos, los malos, eran los de enfrente, mientras que para ellos era al revés, por supuesto. Mis recuerdos de esas batallas no son tan claras porque era muy pequeño, tenía aproximadamente 5 años, pero ya me codeaba con los mayores, y era el recluta más activo tanto que fui herido en la frente por un obús lanzado por el enemigo. En una de esas tardes una rama me impactó en la frente haciéndome una herida de la cual tengo una cicatriz que si se me mira bien aún se nota su huella. Ese día la guerra terminó con el saldo de un herido grave, y por la sangre que brotó se dejó de jugar de inmediato. Recuerdo haber sido llevado cargando a la enfermería, la casa de mi vecina, y ser atendido por las manos diestras de la mamá de mi mejor amigo.

Aunque esos recuerdos hoy son parte de la nostalgia infantil de un limeño millenial que vivió en una urbanización pujante del norte de la capital, en un distrito que para ese entonces ni existía (Los Olivos) hoy me resulta un ejemplo perfecto de lo que sucede en el país en términos políticos. Un sector de la sociedad se considera como los buenos y ven a los que no comulgan con sus ideas como los malos. Han creado una serie de etiquetas para poder dejar clara su posición política e identificar claramente a sus enemigos: zurdo, comunista, terrorista y caviares o brutos de la derecha, fascistas, racistas y fanáticos religiosos.

Hay etiquetas para todos los gustos y colores, y aunque muchas de las etiquetas aluden a las grandes ideologías políticas del siglo 20, este proceso carece de un debate ideológico, pues todo se reduce a los malos versus los buenos, una dicotomía simple que no permite establecer un diálogo, llegar acuerdos o darse el espacio para poder reconocerse así mismos como los integrantes de una misma nación que debe luchar unida para vencer al verdadero enemigo: el subdesarrollo.

Lo más triste de esto es que a diferencia del juego infantil aquí las partes en conflicto no crearon las etiquetas, sino otros que ven cómo los que se enfrascan en estas luchas, muchas veces virtuales (X antes Twitter es la trinchera preferida para esto) se dividen, insultan, denigran y descalifican a tal extremo que nadie puede ser tomado como interlocutor válido para conducir una lucha contra los verdaderos malos, esos que se dicen políticos, que afirman de manera contundente que la Constitución no se puede cambiar, pero la modifican a su antojo y siempre en pos de su beneficio propio.

Mientras todos nos arrancamos los pelos, ellos se quedan con la polvorienta canchita de fútbol, con el pampón llamado Perú y con el futuro de nuestros hijos.

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